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martes, 15 de enero de 2013

EL DÍA QUE COMPRENDÍ QUE NO ME RESCATARÍA NINGÚN PRÍNCIPE AZUL


               Mujer. Pasados los 20, pero más cerca que de los 30. Estado: encontrándome.

            El primer beso. El primer chico. Las inseguridades y los complejos. Todas hemos vivido esa edad complicada que atravesamos las mujeres, y que nos puede dejar marcas irrevocables. Yo también me enamoré del chico mayor con aires de intelectual interesante. Y también me temblaron las piernas al ir a hablar con ese chico misterioso que me dejaba sin palabras. Y eso, en mí, es difícil. He tenido complejos, he llorado, me he desanimado. Y ha venido “LA amiga” a lanzarme un salvavidas. Unas veces me comía el mundo, y otras veces el mundo me comía a mí. Los 15 y la irremediable necesidad de vivir en los extremos. He conocido errores que besaban bien. Y ese chico que tenía un “no sé qué” que me volvía loca. El imposible de domesticar, y el complejo de ONG; creer que conmigo sería diferente. Y volvían las inseguridades. Vivir en un bucle de emociones dispares. 


            Desde niñas, la sociedad patriarcal, la literatura y el cine nos han inculcado que la felicidad máxima la experimentaremos cuando consigamos al chico de nuestros sueños. Cueste lo que cueste. Aunque tengamos que hipotecar nuestra vida y vender nuestra propia esencia al mejor postor. Es ese amor inventado e irreal lo que nos ocasiona a las mujeres innumerables problemas de autoestima. Si un chico nos rechaza nos desanimamos, si nos desanimamos acechan los fantasmas de la inseguridad, si estamos inseguras nos infravaloramos, si nos infravaloramos nos devoran; si nos devoran, ya nos tienen sometidas.

            Se puede ver la luz. Derribar de una patada todos los roles que nos imponen. Antes de definirnos, las mujeres ya fuimos definidas. Leer, instruirnos, concienciarnos y organizarnos. Comprender que el mejor maquillaje que tenemos es una personalidad auténtica, que nos hace únicas e irrepetibles. Y siempre una sonrisa en la boca. Y caminar con la cabeza alta, porque somos mujeres, estamos preparadas, sabemos lo que queremos y no dependemos de nadie, ni económicamente ni emocionalmente. Elegimos sobre nuestros cuerpos, nuestra sexualidad y nuestra vida con total libertad, sin que ello nos conlleve ningún estigma social. Somos libres, auténticas, únicas. Somos mujeres.

Rosa

miércoles, 29 de agosto de 2012

Si me dices ‘ven’, ya no lo dejo todo


            El 8 de marzo de 1910 se aprobó el Real Decreto que permitía el libre acceso de la mujer a la universidad española, tras décadas de lucha y desobediencia civil femenina. Al poco tiempo de producirse este hecho fueron entrevistadas una serie de universitarias pioneras. El resultado de esta encuesta fue demoledor: la mayoría de ellas, por no decir la totalidad, no tenían previsto ejercer profesionalmente sus estudios en un futuro. Únicamente estudiaban motivadas por una inquietud intelectual, pero tras finalizarlos se dedicarían a hacer aquellos menesteres destinados para la mujer: ser madres y esposas.

            La mujer ha vivido durante centurias relegada a la espalda de un hombre, ya fuera un familiar o su esposo. Durante la Edad Media y la Edad Moderna fueron empleadas como auténticas ‘internacionales’ (término acuñado por el historiador Bartolomé Bennassar). Las usaron como moneda de cambio, como meras transacciones diplomáticas. En el siglo XIX aparecieron los primeros movimientos de corte feminista, aunque existen precedentes de pensadoras cuya contribución ha sido notoria para el feminismo, como Mary Wollstonecraft.  Estas luchadoras reclamaron derechos políticos y sociales para las mujeres. Sin embargo, muchas de ellas seguían viviendo al dictado de los roles femeninos impuestos por la sociedad patriarcal. Es más, el gran error de las primeras feministas fue que asumieron estos roles sin cuestionarlos, y creyeron que la igualdad pasaba por emular a los hombres en todo, incluso en su forma de vestir o actuar. Con el tiempo se dieron cuenta de que las mujeres y los hombres tienen diferencias esenciales, y que la igualdad pasa exclusivamente porque las mujeres tengan los mismos derechos y las mismas oportunidades que los hombres.


            En las relaciones sentimentales ha sucedido lo mismo. Una relación de pareja, sea cual sea su naturaleza, debe concebirse como un pacto entre iguales, algo que no ha sucedido nunca, aunque en la actualidad comienzan a darse los primeros pasos, con algunos límites. Aún hoy sigue sin planteársele a un joven la problemática de la conciliación familiar y laboral, que parece que es algo reservado a la mujer.

            Las mujeres debemos aprender que tenemos una vida para compartir, no para entregar. Que tenemos pasado y presente, pero sobre todo tenemos futuro. Las mujeres somos compañeras desde la igualdad, con una vida y un futuro que tienen el mismo valor que el de nuestro compañero; y que compartir es consensuar, ceder y respetar.

            La concienciación es, en materia feminista, la clave. Las mujeres podemos hacer todo cuanto nos propongamos. Ahora sólo hace falta que nos lo creamos.


Rosa

viernes, 10 de agosto de 2012

Las diosas no existen


            La autoestima es clave para alcanzar cualquier objetivo, ya sea de forma individual o colectiva. Es difícil que un estudiante que se considera estúpido saque buenas notas o que un adolescente que se cree feo se anime a pedir una cita; del mismo modo, las conquistas sociales no se realizan si el pueblo se muestra pesimista.

La lucha de las mujeres por la igualdad debe sortear un gran obstáculo: el esfuerzo de la sociedad por bajarnos la autoestima.

Las mujeres inseguras suelen ser más dóciles y complacientes. Por eso los medios de comunicación potencian la inseguridad. ¿Cómo? Haciéndonos sentir feas. Día tras día, nos muestran una y otra vez modelos de mujer imposibles de alcanzar.

Las mujeres perfectas que nos muestran en las revistas son fruto del maquillaje y el retoque fotográfico.

Las diosas que nos enseñan en los medios de comunicación no existen. Hay quienes se esfuerzan por destapar las falsedades del maquillaje y los retoques fotográficos –la revista Cuore es un ejemplo–; pero, a la hora de la verdad, muchas mujeres terminan por asumir que nunca alcanzarán ese ideal de perfección. Esto puede causar una gran frustración, llegando incluso a provocar trastornos alimenticios y, en última instancia, el deterioro irreversible del cuerpo. Además, es una potente herramienta de control social: mientras las mujeres estemos preocupadas por adelgazar, tonificar nuestros músculos, engordar nuestros pechos, teñirnos el pelo y mejorar nuestra piel –todo ello con el único fin de agradar a los varones–, no nos preocuparemos por que se nos respete y considere iguales que los hombres.

¿Desde cuándo la belleza consiste en bañar a una chica en maquillaje y ponerle postizos en el pelo?

Hemos de ser realistas: nunca tendremos un cuerpo perfecto, liso y tonificado; nunca tendremos la piel de porcelana; nuestro cabello nunca será brillante y sedoso como en los anuncios. Porque las mujeres perfectas no existen. Pero no hay que asumirlo como una cruda realidad, sino reírnos de que alguien pretenda que realmente nos convirtamos en barbies.

La belleza real existe y está al alcance de todas: una sonrisa limpia, un olor agradable, una forma de vestir original… 

Los maniquíes de las tiendas son todos perfectos y también perfectamente remplazables. Un cuadro de Picasso no es perfecto, pero sí único.

Violeta



viernes, 6 de julio de 2012

Esclavas de la moda



La forma de vestir es una de las principales señas de identidad de las personas. El vestuario de las mujeres ha tenido una cosa en común a lo largo de todas las épocas: ha estado diseñado por hombres. Y sigue estándolo.

Tradicionalmente, en Occidente se cubría casi por completo el cuerpo de la mujer. Éste era asociado al deseo y, por consiguiente, al pecado; sus formas debían ocultarse incluso bajo el sol calcinante del verano. Esto sigue ocurriendo en muchos lugares de Oriente, donde, en los casos más extremos, las mujeres sólo pueden mostrar sus ojos en público. En Occidente, en cambio, estas barreras se han roto: por desgracia, sus pedazos han saltado por los aires y han abierto otro tipo de heridas.

Las mujeres occidentales ya no estamos obligadas a esconder nuestros cuerpos, pero hemos pasado de tener que taparlos a que nos hagan enseñarlos sin pudor. Esta nueva moda femenina tampoco es funcional: antes, las mujeres se ahogaban de calor en verano con tanta ropa; ahora, pasamos frío en invierno con vestidos cortos, escotes pronunciados y medias transparentes. Por no hablar de instrumentos de tortura como sujetadores, corsés y tacones –estos últimos son obligatorios en todo evento que exija etiqueta–, destinados única y exclusivamente a realzar la belleza del cuerpo femenino.

No nos engañemos: las mujeres occidentales no nos hemos liberado acortando nuestras faldas. Tan sólo han cambiado los códigos sociales impuestos por los hombres: antes, estaba mal que enseñásemos nuestro cuerpo, pues la sociedad de entonces consideraba la sexualidad un tema tabú; ahora, en cambio, debemos exhibir nuestros cuerpos, pues su principal función es deleitar a los hombres con su contemplación y uso. La publicidad, donde mujeres vestidas de forma provocativa anuncian coches o detergentes indistintamente, es un ejemplo de ello.


¿Cuál de las dos está sometida a una moda impuesta por el varón?

Como mínimo, las mujeres debemos ser conscientes de que esta moda es algo que nos imponen. Es difícil cambiar una sociedad que, como siempre, sigue dominada por los hombres, pero el primer paso es estar concienciadas. Una sola de nosotras no puede cambiar el sistema, pero puede evitar que las mujeres de su alrededor, sobre todo las más jóvenes, se conviertan en esclavas de la moda y la belleza.

La valía de una persona no depende de si lleva un par de tacones o dos balones de plástico estrujándole los pulmones. Y una chica no va a ser más querida por llevar falda corta en vez de unos vaqueros.


Violeta